Por Enrique Esqueda Blas
Profesor de la Especialidad en Enseñanza de la Historia, UnADM
En 1985 el profesor Ernesto Schettino —quien llegaría a ser un connotado académico marxista, formador de generaciones e integrante del Colegio de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM— daba a la imprenta la primera edición de su manual Teoría de la historia. En su cuarta edición, correspondiente a 1993, presentaba un formato pequeño de 9.3 por 16.8 cm. En ella disertaba en 68 páginas sobre qué es la historia, la naturaleza del conocimiento histórico, la realidad histórica, las posibilidades de una ciencia de la historia y los usos de ésta. Su obra cerraba con algunas preguntas (evidencia patente de los fines didácticos que movían a su autor) y una bibliografía de veinte estudiosos, varios de ellos, referencias obligadas en el tema. Es difícil hacer un balance justo de un trabajo que no aspiraba a innovar, tanto como a comunicar y servir de introducción a los estudiantes preparatorianos sobre la complejidad del saber histórico. Hoy tal vez lo podemos leer así: se trata de un ensayo fundamentado en el paradigma del materialismo histórico, que pese a la crisis que como modelo explicativo experimentó en las ciencias sociales —debido a la caída del socialismo real europeo— su escritor se mantuvo de principio a fin convencido en una tradición académica. En las clases sobre teoría del conocimiento, Grecia y Roma, que tuve el honor de escucharle a mi maestro a finales de los años noventa, parecía que el tiempo y la realidad no habían doblegado su espíritu para hacerlo cambiar su discurso, que conservaba en viejas, amarillentas y frágiles hojas de papel. Schettino, tal vez, como Adolfo Sánchez Vázquez, pese a sus diferentes praxis políticas, tenía la certidumbre de que más temprano que tarde, las nuevas generaciones habrían de volver a un sistema que había intentado dar una explicación total de la realidad y dotado de esperanza a millones de seres humanos. No se equivocó. El marxismo continúa siendo una de las corrientes de pensamiento teórico más fructíferas que conviene revisitar.
No pretendo hacer aquí una reseña bibliográfica puntual, sin embargo trataré de sintetizar algunas de las posturas del académico destacando aquellas que me parecen más relevantes. En primer lugar, Schettino se inclinaba por una historia donde los conceptos tuvieran un respaldo empírico, que los llenara de contenido. En segundo lugar atribuía al historiador una actitud “abierta y crítica, a la vez que rigurosa”, que lo colocara en un punto intermedio entre el esquematismo, la especulación y la recopilación documental exhaustiva (Shettino: 1993, “Presentación”). Para él, el término de historia, procedente del griego, remitía a la investigación y a la averiguación, distinguiendo entre los usos comunes del mismo en el habla cotidiana, y sus usos en obras de consulta, donde detectaba significados diversos y a veces equívocos. Esto se debía a que implicaba hechos y narración de los mismos, ya fueran reales o ficticios, particulares o generales, relevantes o irrelevantes, además de asociarse a una forma de conocimiento. Acto seguido definía a la historiografía como “las distintas formas de relatar por escrito las diferentes realidades históricas” y a la Filosofía de la Historia y la Teoría de la Historia como encargadas de responder al cuestionamiento de qué es la historia (Shettino: 1993, p. 4). La primera más especulativa y la segunda con ciertas aspiraciones de cientificidad. Para despejar la pregunta central del libro había que acudir a la teoría del conocimiento de lo histórico y a una metodología que diera claridad a qué podía entenderse por realidad histórica y los problemas que presentaba con relación a la naturaleza, los factores que permiten hacer una interpretación del movimiento histórico y las épocas históricas o los vínculos entre individuo y sociedad, grupos sociales, la conciencia, la economía, la política, la religión y el arte. En suma, había que intentar una respuesta a qué características debe tener el conocimiento histórico para ser científico y la utilidad de éste en términos prácticos.
Para Schettino las relaciones entre sujeto que conoce y objeto que es
conocido representaban la base del saber. Sin embargo, no era necesariamente en
los factores bioquímicos que había de entenderse atendiendo otros elementos
como tecnologías, condiciones político-sociales, e incluso, obstáculos
religiosos, que podían limitarlo. Simplificado al extremo, esta idea sobre el
conocimiento llevaba implícita y explícitamente el contexto y dejaba claras las
diferentes formas de percibir y explicar el mundo a través del tiempo. Sin duda uno de los
apartados más valiosos del libro es el referente al asesinato del
presidente de los E.U.A., John F. Kennedy, el 22 de noviembre de 1963. Por
medio de él trató de caracterizar el conocimiento histórico tomando en cuenta
la pluralidad de actores, en calidad de testigos, quienes habían tenido un “conocimiento inmediato y directo”, que
debía cuestionarse en términos de percepción y verdad (Schettino: 1993, p. 17).
Para él, la percepción era relativa a la colocación de los actores, de ahí que
ésta tendiera a su modificación debido a “sus condiciones biológicas, su
estructura mental, sus experiencias previas, su imaginación, su educación, su
lenguaje, sus intereses, sus emociones” (Schettino: 1993, pp. 17-18). A lo
anterior añadía expresiones de carácter emotivo, asociaciones de hechos y la
selección de conceptos bajo los cuales leer lo ocurrido, en este caso, como asesinato
político. Así, un mismo hecho podía mostrar variaciones dependiendo de los sujetos,
por ello no era deseable dar a esta clase de percepción, calidad de conocimiento
verdadero y objetivo. Para alcanzar ese grado se requería tomar en
consideración los testimonios y las distintas evidencias que del hecho se
conservaban como registros (foto, cine, prensa, televisión), además de informes
policíacos, la biografía de Kennedy… Acto seguido, había que considerar el
hecho en todas sus posibles explicaciones causales, para intentar explicarlo.
Pero ni fuentes ni hipótesis serían suficientes sin “modelos de interpretación
adecuados, de lógica y de suficiente objetividad”, ya que esto nos daría “una
imagen confusa y caótica de los hechos, una falsa interpretación de los mismos
y/o una mera opinión subjetiva” (Schettino: 1993, p. 20). Por ello, pensando metafóricamente,
los datos de un hecho equivalían a piezas de un rompecabezas, que si bien eran
conocimiento, debían integrarse en “un conjunto coherente” (modelo
explicativo), que sirviera para que encajaran sin ser forzadas (Schettino:
1993, p. 21). La riqueza de la ejemplificación de cómo se construye el
conocimiento histórico radica en ver los datos como abstracción o
característica aislada mentalmente de un hecho (que se selecciona y se concibe
como totalidad concreta). Esto equivale a buscar determinaciones esenciales en
los hechos respecto a lo accidental y accesorio. De esta manera las representaciones
de los historiares respecto a los hechos deben corresponder a los datos sobre
los mismos y encontrar en ellos su confirmación o rechazo; solo así es posible
determinar la veracidad histórica.
Por otro lado, Schettino nos hace replantearnos la imposibilidad de la experimentación en la historia, ya que, si bien la niega, dado que todos los hechos son únicos e irrepetibles, afirma que todo hecho “contiene determinaciones y relaciones que son comunes a otros hechos del mismo tipo las cuales nos permiten entre otras cosas, conocimientos generales y conceptos universales” (Schettino: 1993, p. 24). Es decir, la experimentación sería dable en la historia gracias a las fuentes históricas vía para la comprobación de la verdad de un hecho histórico y base para “«experimentar» cuantas veces queramos” (Schettino: 1993, p. 25) con el mismo, en concordancia con los métodos históricos disponibles en el momento de análisis, y las interpretaciones que pueden darse en el marco de un proceso histórico más amplio. Sin duda una proposición provocadora a profundizar.
Por otro lado, Schettino nos hace replantearnos la imposibilidad de la experimentación en la historia, ya que, si bien la niega, dado que todos los hechos son únicos e irrepetibles, afirma que todo hecho “contiene determinaciones y relaciones que son comunes a otros hechos del mismo tipo las cuales nos permiten entre otras cosas, conocimientos generales y conceptos universales” (Schettino: 1993, p. 24). Es decir, la experimentación sería dable en la historia gracias a las fuentes históricas vía para la comprobación de la verdad de un hecho histórico y base para “«experimentar» cuantas veces queramos” (Schettino: 1993, p. 25) con el mismo, en concordancia con los métodos históricos disponibles en el momento de análisis, y las interpretaciones que pueden darse en el marco de un proceso histórico más amplio. Sin duda una proposición provocadora a profundizar.
Lo que sigue en el
libro grosso modo es una presentación
de la teoría materialista de la historia en su dialéctica y motores históricos.
Más ricos en cuanto a la visión personal del autor son sus capítulos sobre la
historia como ciencia y los servicios que puede prestar. En el primer rubro
trata a las ciencias físico-matemáticas como el paradigma en este campo
haciendo de las demás, en cierto sentido, imitadoras. Ello debe llamar la
atención sobre el riesgo de rezago en el desarrollo de métodos y conceptos
disciplinares propios, por lo que se rechaza la simple asimilación y
trasplante de supuestos de un terreno a otro, y se subraya la centralidad
del pensamiento crítico (como una característica común a la ciencia). Agrega
entonces que la subjetividad del historiador tampoco debe ser un punto de
descalificación de la historia, ya que la conciencia de nuestras
determinaciones y la teoría permitirían superar este obstáculo. Respecto a
otras objeciones, la historia aunque terreno de lo particular, puede elaborar
generalizaciones, establecer relaciones de causalidad, participar de las
ciencias sociales y procesar datos objetivos y comprobables. Mientras que el segundo punto
se clarifica dando cuenta de la historia como memoria y conciencia del devenir para entender el presente; así como placer erudito y saber politizable.
Puede decirse entonces, a manera de conclusión, que la original de Teoría de la Historia, a tres décadas de su
primera impresión, estriba más en las operaciones historiográficas a las que
alude, que propiamente a la teoría del conocimiento y el materialismo
histórico. Como fuente, en sí, podemos encontrar en ella preocupaciones y enfoques de otro momento, muchas de las cuales han girado radicalmente, pero que, pese a
ello, constituyen un lugar de partida para renovadas polémicas sobre lo
histórico.
Fuente:
Schettino, E. (1993), Teoría de la
historia, 4ª. ed., México, UNAM, ENAP-Dirección General, 68 pp. (Manuales
preparatorianos; 4).